Opinión

DESIDIA

Las flores marchitas de Taboga: Orlando Acosta

Orlando Acosta


Taboga, un destino turístico promocionado como “la isla de las flores”, en el golfo de Panamá, se ha convertido en una triste vergüenza nacional. La isla es en un gran basurero, ante la incapacidad de autoridades, la pasividad de los empresarios, y la ignorancia y desidia de sus habitantes.

Taboga nos remonta a los orígenes de la cultura material de los pueblos precolombinos, por el uso de las conchas spondilus encontradas en collares y en los enterramientos ancestrales de nuestros primeros habitantes; pasando por la riqueza en perlas del archipiélago del que forma parte y cuyo nombre lo toma de ese recurso (hoy agotado); evocando las historias de la conquista del Perú y del zarpe de Francisco Pizarro hasta la referencia de vida del pintor Gauguin, en el siglo XX.

Hoy nada de la riqueza cultural –sin explotar ni interpretar– le hace mérito: la isla y el pueblo se ahogan en la inmundicia de toneladas de basura, que le pega, como una bofetada, a los asombrados e incautos visitantes.

La ardua tarea de promoción turística y los millonarios recursos en campañas de atracción de turistas a Panamá contrasta con el triste y deprimente espectáculo que Taboga ofrece a los visitantes nacionales y extranjeros. La inmundicia se desborda por las calles y veredas, enredándose entre los dedos y las manos de los bañistas que se aventuran a entrar a sus aguas contaminadas. En la playa del Morro, que sirve de atracadero de botes y yates, una película de aceite y/o combustible amenaza la piel de los bañistas y de las aves marinas.

La isla se encuentra bajo la amenaza de la desidia, de la ignorancia y la especulación de sus tierras. El solar que ahora ocupa el sitio del antiguo hotel Taboga, con sus centenarios tamarindos es hoy un monte que amenaza a los visitantes y lugareños. Sé que dentro del polígono del antiguo hotel se propone construir una torre de más de 15 pisos de altura, que rematará con un mortal golpe el carácter y arquitectura tradicional del lugar. La isla de Taboga parece no escapar de las discusiones sobre densidades, usos, alturas y negocio inmobiliario.

Allá no hay autoridad local que atienda el problema de los desechos ni hay institucionalidad que promueva programas de educación ambiental para proponer una gestión integral de estos. En Taboga no hay educación ni información sobre su pasado, de interesante y fascinante historia cultural. No hay protección de los edificios ni del carácter de la arquitectura; ni hay interpretación ambiental para apreciar los valores de sitios de conservación de avifauna del Pacífico.

De la visita a Taboga no me queda nada. ¿Dónde están las flores? Me queda solo la triste imagen de una isla abandonada, sucia, olvidada y tomada por los piratas de tierra del siglo XXI.

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