Metrobus, diablo rojos: mitos y verdades
Conocer la realidad de la gente de a pie transita por experimentarla. El sábado me expuse para conocer de primera mano la experiencia bajo la cual se enfrenta de manera cotidiana hombres, mujeres, niños y ancianos en la ciudad de Panamá.
Por un
momento tuve la posibilidad de poder experimentar el simple, cómodo, eficiente,
moderno Metrobus. La breve ilusión fue truncada cuando descubrí no tener en mi
bolsillo una tarjeta prepago. El sistema ha sido diseñado y limitado al uso de
tarjetas prepagos imposibilitando el pago de efectivo. No es posible
pagar en efectivo lo que limita el acceso al servicio de trasporte. Hasta allí llegó la posibilidad
de subirme al bus y completar mi viaje hasta el arbolado corregimiento de Balboa. Pensé también a dónde se van los millones del
prepago del plástico. Decidí asumir el desafío y enfrentar el inconveniente
como una oportunidad y transformar esa circunstancia, en la aventura de prospección urbana. Allí develé mitos y realidades.
Abandonado en
la calle - en la intersección de la Fernandez de Córdoba y Vía España- no tuve otro remedio que caminar
hasta la parada. Las ofertas de muebles,
pinturas, servicios de copias, exámenes médicos, cirugías plásticas y toda
clase de bienes de consumo me asaltan en ese tramo de Vía España.
Bañado en
sudor y escurriendo como un bloque de hielo bajo el sol raja-tabla fui centro de las miradas de
desprecio que me lanzaban los refrigerados pasajeros del Metrobus. Mientras el anuncio rojo, titilante y
continúo - Vía España Terminal - sugería
mi lejano destino, pregunté dónde podía comprar una tarjeta. Sin mirarme una mujer me responde: por aquí no venden y si
venden, no recargan. Coge un diablo
rojo, me espetó de una. ¡Ay un diablo rojo! La alternativa en
extinción de transporte público. Los de
San Isidro-Calle doce pasan por aquí. En
menos de cinco minutos estaba a bordo.
Calle Doce
Calidonia gritaba el pavo pregón que repetía a lo largo de todo el trayecto por
el corazón de la zona bancaria entre huecos y trincheras. Esta
serán las últimas voces, pues a partir del 15 de marzo todos callarán en las calles
de Panamá. Apeado en la calle 25 entre la
peatonal, el Banco Nacional y la Caja de Ahorros, entre carretillas de verduras y camiones de
piñas y plátanos, tomé mi camino hacia
el Gorgas.
Aproveché
para comprar tomates y aguacates en las carretillas de la acera- antes del cine
Tropical- comprobando la limitada capacidad de consumo de los panameños. Por cincuenta centavos se regatea una zanahoria, un recao verde y una remolacha. El
peso no da para mucho y las siete carretillas-a modo de mercado periférico- tampoco
es suficiente para la comunidad que vive en el centro.
Entre
huecos estuve a punto de perder uñas de los pies o sumergirlos en aguas negras.
Finalmente
en calle Jota, en el cruce de la Cuatro de Julio con la ruina del Ancon
Inn, compré lotería. Doña Petra
entre quejas me dice no poder llegar al
Chorrillo o a San Felipe en bus.
Me contó de la ruta de piratas que recorre calle Estudiante y Avenida Ancón y es la que ofrece el servicio a
la comunidad de Santa Ana y Chorrillo. Acá
no llega el Metro Bus y nosotros somos ilegales pasajeros a bordo de
un viaje pirata. Sin los diablos rojos
finalmente quedamos olvidados a nuestra suerte, termino diciéndome.
Cruzo la Avenida
de los Mártires y bajo la sombra de los caobos reflexiono sobre mi aventura
urbana, sobre el transporte y el mal
estado de las calles y aceras de la ciudad. La experiencia sirvió para ratificar el calvario cotidiano de una gran parte de la
población del mal llamado Dubai de las Américas.
Todos lo
que nos atrevemos a caminar por la ciudad y usar el transporte público nos
enfrentamos a un experiencia que se mueve entre la marginalidad y la
inseguridad. Toca sobrevivir en unas
calles llenas de huecos donde las alcantarillas sin tapas anuncian una fractura
y en donde la salud se ve amenazada por las inmundas aguas negras que brotan de
enormes agujeros. Una ciudad sin servicios y equipamiento, sin
mercados para el consumo cotidiano, sin parques ni ninguna oferta de
esparcimiento que alivie su condición de pobreza.
Panamá es
una ciudad excluyente, pirata e ilegal. Panamá es moderna y opulenta. Panamá es
carretillas de verduras. Panamá es Malls y
consumo de lujo. Panamá es
parques marinos en Punta Paitilla –que con dineros del Programa de Ayuda
Nacional- celebran los quinientos años del Mar del Sur. Panamá es pobreza y gente sin agua potable.
Esta es la
realidad panameña donde los políticos y Honorables Legisladores invierten
millonarias sumas sin control previo de la Contraloría de la Nación. Panamá es clientelismo político donde los Honorables-es
la aspiración de seguir -pelechando- electos en vísperas de elecciones, se
desviven en dadivas y regalitos pre-electorales sin apuntar a satisfacer las
necesidades de movilidad, equipamiento y servicios básicos y urbanos. Acá no hay quien le ponga el cascabel al gato.
Si cruzamos
el puente al interior y preguntamos a otros panameños amontunados, estos señalarían como demandas la mejora y ampliación
de sus acueductos rurales, las canchas de basquetball,
y la organización y mejoras a los cementerios
para llevar flores a sus muertos todos los dos de noviembres y sobre todo: escuelas
para sus niños. Si en la capital llueve en el interior no escampa.
Panamá un
territorio donde confluyen varios sociedades. Panamá el espejo donde se refleja una realidad excluyente de
políticos corruptos y llena de contradicciones. Panamá, tierra generosa, demanda de todos una profunda reflexión.